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domingo, mayo 20, 2007

La Espiral del Silencio


- ¿Y qué me dices de Ghandi? -dijo pensativa la chica- No olvides que hizo mucho por La India. Las manifestaciones pacíficas, la gran mancha de sal...

- Un hipócrita -contestó Juan, arrojando al suelo un guijarro color plata - No sólo apoyó a Hitler, sino que legitimó el Holocausto. ¿Sabias que pegaba a su mujer?

No. Inés no lo sabía. Juan ya lo estaba haciendo otra vez. Le gustaba llevar la razón y, para ello, no escatimaba en mentiras, insultos o fantasías. No caería en su juego. No cedería, de nuevo, ante sus tretas. Le demostraría que existían personas buenas en el mundo. Gente con reputación intachable, con un escudo de honor infranqueable, en el que las artimañas de Juan se estrellaran sin remedio.

- ¿Y que me dices de Teresa de Calcuta? ¡No puedes decir nada malo sobre ella y su labor humanitaria! No tendrás suficiente valor...

Juan no la dejó terminar.

- Inés, no es oro todo lo que reluce. Teresa de Calcuta no llevó a cabo ninguna labor humanitaria. Se dedicó a impartir caridad, sin reaccionar ante las verdaderas causas que producían las enfermedades que ella no curaba. Era una mujer de ideología ultra conservadora. Su labor no consistía en combatir una sociedad que comprendía, no se basó en luchar contra una pobreza que ella asumía. Está demostrado que su iniciativa solidaria estaba encaminada a ayudar al enfermo a "morir", ya que era eso todo lo que podía ofrecer a sus pacientes. ¿Qué se puede decir de alguien cuyo lema era que "el sufrimiento era agradable a Dios"? Se dice que amasó cantidades ingentes de dinero, que aceptó cheques multimillonarios de manos poco "limpias". Sin embargo sus hospitales seguían siempre viviendo en el tercermundismo; operando sin anestesia... Pero pidiendo más pasta, ¡Eso sí!

Inés se quedó helada.

- ¿Y el Dalai Lama? - dijo, por fin. Sentía cierta morbosa curiosidad, aunque sabía que no le gustaría lo que iba a escuchar de labios de su amigo.

- Ese es el peor de todos. Recorre el mundo predicando sobre los derechos humanos, la ecología, el feminismo y la democracia, cuando su creencia religiosa (de la que es máximo exponente) no abandera, ni mucho menos, ninguno de estos conceptos.

- Pero bueno, Juan. ¿Es que tu no crees en nada ni nadie? - explotó Inés.

- No es cuestión de creer ni que me creas -contestó este- Estas son las consecuencias de las famosa Espiral del Silencio. Los medios de comunicación nos hacen creer en una verdad mediada, muchas veces distinta a la realidad. Nos imponen sus opiniones, tácitamente. Las personas que opinan igual que los medios se crecen, ven sus opiniones apoyadas y se convierten, irremediablemente, en "los que tienen la razón". Los que pensamos diferente, los que vemos más allá de lo que nos cuenta Matias Prats en el telediario, callamos. Para nosotros sólo existe el silencio, no existen orejas que quieran (o puedan) escucharnos. ¿Entiendes Inés?

Inés le miró fijamente.

- La Espiral del Silencio... Bonito nombre para una teoría. - y sonrió.

martes, noviembre 21, 2006

Sórdido

El penetrante chasquido del látigo volvió a sonar al estamparse contra la carne de su víctima. "Me podría acostumbrar a ello", se dijo, mientras expulsaba el humo de su cigarillo. Los perfectos circulos de tabaco se arremolinaban en el cogote de su esclavo, mientras que una tímida gota de sudor, se escurría por el maltratado estómago masculino.

A John no le gustaba estar así, sometido a los caprichos de su ama. Sin embargo, pensó, no tenía otra cosa a la que aferrarse. Su contacto cruel le otorgaba confianza, seguridad y algo de calidez, en definitiva, lo único cercano que conocía. Se descubrió pensando en aquellos años pasados, cuando deambulaba sólo por el arrabal buscando una solitaria caricia en alguna esquina o en un sucio baño.

Entonces, el amor solo significaba contacto físico. Como si se tratara de un espíritu maldito, las mujeres lo evitaban, se asqueaban al percibir el sudor avinagrado que ni el jabón era capaz de eliminar de su aletargada piel. Sin embargo, por aquel entonces, todavía no habia sido repudiado por sus únicas amigas. Todavía, aunque por dinero, alguna persona conocía su nombre.

Sus "amigas", como él las denominaba, se abrían a el, impúdicas, cuando traspasaba el umbral de la puerta del burder más sucio de Southfort Bulevar. Aún podía sentir en su piel, cómo el olor rancio y el contacto de aquella cortina de cuentas africanas de la entrada, solían hacerle bullir la sangre tan rápidamente que su incipiente erección iba vigorizándose por momentos. Probablemente, durante aquellos tristes años, las probara a todas. Poco importaba el rostro que su amante tuviera, los estragos de la edad en la piel de aquellas mujeres eran nimiedades para él. Sólo el contacto, el calor que sentía al juntar los vientres frenéticos, le motivaba a llamar cada noche a la misma puerta.

Se hicieron tan intensas sus visitas como el olor que emanaba de su carne, hasta el punto de que, en los días más miserables, solo la dulce Sally era capaz de responder a su llamada. Fiel devota de la cocaina, Sally perdió su olfato cuando aún era una niña. Por ello, desde su mordaz inocencia, desfilaban por su cama todos aquellos vástagos de Satanas que ninguna de sus compañeras admitían en sus lechos. Entonces, Sally, entre el tintineo de sus joyas itinerantes, que portaban mil y una historia desgraciadas entre sus eslabones, se dejaba hacer, contemplando sus alhajas, pensando, quizás en un pasado que solo brillaba en el oro de sus pulseras.

Una fría noche de febrero, muchos vecinos se despertaron de madrugada con el destello de las luces de policía en la nieve. En la funesta sábana, se reflejaban miles de colores, vestigios de una navidad pasada. Nadie conocía el nombre de la persona que yacía bajo ella, ni a quien pertenecía la trémula mano que se precipitaba fuera del sudario. Muchos reconocieron las palpitantes pulseras que repiqueaban en el silencio de la noche. Otras, posiblemente, se alegraron al verlas. La dulce Sally murió en un sucio cuarto de baño, víctima de su propia inconsciencia. Los que la vieron, pudieron asegurar que esgrimía una tímida sonrisa. Probablemente ésa que muchos de sus clientes contemplaron en sus agonizantes citas. Nadie la lloró, excepto John, que se sentía el individuo más solo de la ciudad.

(continuará)

domingo, noviembre 12, 2006

Pérdida

Pronto llegó a la orilla, hundiendo sus piececillos en la suave plenitud de la arena mojada. En su tobillo, lucía la hermosa pulsera que su madre le había regalado, coronada con un luna en la mitad de su engarce. El pequeño satélite le sonreía con destellos de luz desde abajo, en el preciso momento en que la suave espuma fresca le invadió por completo los sentidos. Sintiendo el precioso mar bajo sus pies, sus ojos infantiles solo pudieron comparar dicha imagen con un enorme huevo frito. La pose relajada de la madre hizo que la niña uniera su mirada a la suya. Y fue,entonces, cuando Lucía descubrió el mar y el color más intenso que había visto en la vida.

- Mamá, que color tan bonito. – dijo la niña.
- Es azul, Lucía. Igual que el color de tus ojos.

La niña bajó la mirada hacia las plantas de sus pies, donde el intenso caudal de agua era transparente y liviano. La pulsera en su tobillo había desaparecido.

- Mamá, la pulsera ya no está. – dijo Lucía con la mirada perdida entre las espumas. – el mar me la ha robado.
- No te preocupes Lucía. Al mar no le interesan esas cosas. Todo lo que en sus aguas se pierde, vuelve aparecer en una orilla. A lo mejor, en el otro lado del mundo, dentro de unos meses, quizás de unos años, alguna niña tan bonita como tú la encuentre. Entonces, tu pulsera no estará perdida.

La pequeña descubrió, entonces, a una bonita cocha nacarada que brillaba bajo el sol estival.

- Entonces, esta concha – dijo, agachándose para recogerla – se le perdió, alguna vez, a alguna persona. Me la llevaré a cambio. - y haciendo su propio trueque con las olas, se aventuró a correr por la orilla, sin percatarse, ni si quiera, de su propia pérdida.
Los ojos de su madre la observan con un poso de nostalgía en la mirada. Buceando en sus propios pensamientos, recordó cuando, siendo niña, había perdido la pulsera que su madre un día le regalara. Ésta, viendo el desconsuelo con que la niña miraba al mar, le había contado la misma historia que ahora ella le había relatado a su pequeña. Mucho tiempo después, pensado en el incidente, se dio cuenta de que el mar no regresa nunca aquello que quiere llevarse. Y que posiblemente, la pulsera de Lucía dormitaba ahora, en un país de tesoros, junto a su antigua pulsera, en las simas más insondables del océano.