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domingo, agosto 19, 2007

Regreso

Creo que fue Don Joaquín Sabina quien expresó sabiamente, en una de sus canciones, que al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver. Sin embargo, haciendo caso omiso a las recomendaciones del maestro, la semana pasada, regresé a mi preciosa Asturias; volví a mirarme en las aguas de sus imponentes acantilados y a encerrarme en la placentera soledad de sus silentes cumbres. Al igual que entonces, Asturias se convirtió en mi punto de fuga, en un remanso de paz para mis doloridos sentidos. Era (y es) como inspirar una profunda bocanada de aire marino, abriendo bien los brazos, sin oponer resistencia, para culminar subiendo a la cresta del acantilado y mirar, ya sin tristeza, al viejo Cantábrico y pensar sólo en no pensar.

Igual que aquella primera vez, cuando sus montañas y yo nos conocimos, no me llevo objeto material para su recuerdo. Los conservo todos muy íntimamente en mi corazón. No existe ningún elemento que indique el final de mi viaje, ni el final de la etapa que una vez me unió a las tierras que pisé. Y es que yo sé que volveré a pasmarme mirando sus eternas montañas y su embravecido mar, que yo regresaré a Asturias. Tal como me ocurrió con Granada, me une al universo asturiano algo más que dos visitas desiguales: existe una especie de conexión tácita que siempre me viculará estrechamente a él; una premonición, probablemente.

El viaje de regreso siempre es triste. Las grandes planicies castellanas, me hacen comprender el inmenso shock que mi paisano, Antonio Machado, pudo experimentar al ver tremendo paisaje. El horizonte, en Castilla, siempre es infinito. Tras las interminables horas delante del volante, Sevilla se me antoja como un oasis familiar, siempre ardiendo en su valle expuesto violentamente al sol. Ante su antiguo alminar, está mi hogar, mi refugio... Entre aquellas montañas lejanas, mi corazón.



sábado, febrero 17, 2007

Parece que lloverá

Una luciérnaga de plata
brilla en tus ojos niños,
cuando te fascinas, recordando,
otros que tu viste y que temes más no ver.
Yo me embeleso mirando tu mirada
recordando que una vez,
yo también te miré como tu ahora me miras,
enquistándome el recuerdo
y provocando vagas excusas
de por qué aquella mariposita gris
desde hace tiempo ya no se me ve.
17/12/00


Cuando escribí este poema, es probable que mi amiga Inés estuviera entusiasmada con un nuevo amor que residía en el extremo más alejado de la península. Catalán, gallego o vasco, poco importaba la procedencia del susodicho: las fronteras en el corazón de Inés nunca existían. Cuando se enamoraba, era tal su fervor y la fuerza de sus sentimientos, que no hacía otra cosa que hablar de aquel galán con nombre raro, que aquella vez le había robado su frenético corazón. Desde su exigua inocencia, con sus ojillos avispados y su eterna cara de brujilla, no he conocido a chica más lunática que mi amiga en sus ensoñaciones. Si alguna vez pudo ser estrecha de miras, cuando se trataba de amor, Inés abría los menudos pasadizos de su mente y los convertía en avenidas llenas de luz: los avenidas de la ciudad donde su amor residía. En aquellos momentos, dejaba de ser sevillana - si es que alguna vez lo fue -; abandonaba su ciudad, mentalmente, y residía en un vasto prado cerca de Compostela o en una pequeña y ruidosa calleja de algún barrio de Madrid.

A excepción de mi familia, no recuerdo momento en mi vida en el que no la haya tenido a mi lado. Más cercana o más distante, ya sea en la misma banca del instituto, ya sea charlando mientras caminábamos, a la salida del colegio, a comprar el pan, contando los pasos que nos separaban de nuestros ansiados almuerzos. Una fotografía en blanco y negro. Su sonrisa a mi lado mientras contemplábamos una solitaria montaña navarra. Parece que lloverá. Una minúsculas gotas empiezan a invadir nuestro estrecho universo. "Chirimiri" me dices, "es muy corriente aquí". A lo lejos, se escuchan aislados cencerros provenientes de las altas cumbres. "Sí, parece que lloverá".

martes, enero 30, 2007

Allí, en Asturias

Muchas veces, cuando me siento triste, estúpida o a punto de estallar, pienso en Asturias y en ese enorme acantilado de aquel pueblecito cerca de Luarca. Allí, donde, si mirabas hacia el horizonte, solo veías mar y más mar; donde tenía la certeza de que, más allá de mi mirada, sólo encontraría eso, ingentes cantidades de agua salada. Me gustó esa sensación de seguridad. La brisa del mar en el rostro, tu sonrisa a mi lado. Sentados en el banco aquel, que podríamos haber hallado perfectamente en cualquier museo. Allí, donde el único lienzo posible era el mar plomizo y melancólico de aquella hermosa costa.

Entonces escucho que me llaman. Sin duda es Blanca, mi jefa, recordándome que debo telefonear a alguien con el que, posiblemente, detesto conversar. Le digo que sí con la cabeza y, de nuevo, me transporto a aquella tarde de domingo, a aquel tranquilo anochecer frente al mar asturiano a tu lado. Regocijándome, en esa reparadora quietud que antecede a la feroz tormenta. Ojalá nos encontráramos hoy allí.

(foto: Puerto de la Vega (Asturias). Agosto 2006)