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Igual que aquella primera vez, cuando sus montañas y yo nos conocimos, no me llevo objeto material para su recuerdo. Los conservo todos muy íntimamente en mi corazón. No existe ningún elemento que indique el final de mi viaje, ni el final de la etapa que una vez me unió a las tierras que pisé. Y es que yo sé que volveré a pasmarme mirando sus eternas montañas y su embravecido mar, que yo regresaré a Asturias. Tal como me ocurrió con Granada, me une al universo asturiano algo más que dos visitas desiguales: existe una especie de conexión tácita que siempre me viculará estrechamente a él; una premonición, probablemente.
El viaje de regreso siempre es triste. Las grandes planicies castellanas, me hacen comprender el inmenso shock que mi paisano, Antonio Machado, pudo experimentar al ver tremendo paisaje. El horizonte, en Castilla, siempre es infinito. Tras las interminables horas delante del volante, Sevilla se me antoja como un oasis familiar, siempre ardiendo en su valle expuesto violentamente al sol. Ante su antiguo alminar, está mi hogar, mi refugio... Entre aquellas montañas lejanas, mi corazón.