Muchas veces, cuando me siento triste, estúpida o a punto de estallar, pienso en Asturias y en ese enorme acantilado de aquel pueblecito cerca de Luarca. Allí, donde, si mirabas hacia el horizonte, solo veías mar y más mar; donde tenía la certeza de que, más allá de mi mirada, sólo encontraría eso, ingentes cantidades de agua salada. Me gustó esa sensación de seguridad. La brisa del mar en el rostro, tu sonrisa a mi lado. Sentados en el banco aquel, que podríamos haber hallado perfectamente en cualquier museo. Allí, donde el único lienzo posible era el mar plomizo y melancólico de aquella hermosa costa.
Entonces escucho que me llaman. Sin duda es Blanca, mi jefa, recordándome que debo telefonear a alguien con el que, posiblemente, detesto conversar. Le digo que sí con la cabeza y, de nuevo, me transporto a aquella tarde de domingo, a aquel tranquilo anochecer frente al mar asturiano a tu lado. Regocijándome, en esa reparadora quietud que antecede a la feroz tormenta. Ojalá nos encontráramos hoy allí.
(foto: Puerto de la Vega (Asturias). Agosto 2006)
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