martes, noviembre 21, 2006

Sórdido

El penetrante chasquido del látigo volvió a sonar al estamparse contra la carne de su víctima. "Me podría acostumbrar a ello", se dijo, mientras expulsaba el humo de su cigarillo. Los perfectos circulos de tabaco se arremolinaban en el cogote de su esclavo, mientras que una tímida gota de sudor, se escurría por el maltratado estómago masculino.

A John no le gustaba estar así, sometido a los caprichos de su ama. Sin embargo, pensó, no tenía otra cosa a la que aferrarse. Su contacto cruel le otorgaba confianza, seguridad y algo de calidez, en definitiva, lo único cercano que conocía. Se descubrió pensando en aquellos años pasados, cuando deambulaba sólo por el arrabal buscando una solitaria caricia en alguna esquina o en un sucio baño.

Entonces, el amor solo significaba contacto físico. Como si se tratara de un espíritu maldito, las mujeres lo evitaban, se asqueaban al percibir el sudor avinagrado que ni el jabón era capaz de eliminar de su aletargada piel. Sin embargo, por aquel entonces, todavía no habia sido repudiado por sus únicas amigas. Todavía, aunque por dinero, alguna persona conocía su nombre.

Sus "amigas", como él las denominaba, se abrían a el, impúdicas, cuando traspasaba el umbral de la puerta del burder más sucio de Southfort Bulevar. Aún podía sentir en su piel, cómo el olor rancio y el contacto de aquella cortina de cuentas africanas de la entrada, solían hacerle bullir la sangre tan rápidamente que su incipiente erección iba vigorizándose por momentos. Probablemente, durante aquellos tristes años, las probara a todas. Poco importaba el rostro que su amante tuviera, los estragos de la edad en la piel de aquellas mujeres eran nimiedades para él. Sólo el contacto, el calor que sentía al juntar los vientres frenéticos, le motivaba a llamar cada noche a la misma puerta.

Se hicieron tan intensas sus visitas como el olor que emanaba de su carne, hasta el punto de que, en los días más miserables, solo la dulce Sally era capaz de responder a su llamada. Fiel devota de la cocaina, Sally perdió su olfato cuando aún era una niña. Por ello, desde su mordaz inocencia, desfilaban por su cama todos aquellos vástagos de Satanas que ninguna de sus compañeras admitían en sus lechos. Entonces, Sally, entre el tintineo de sus joyas itinerantes, que portaban mil y una historia desgraciadas entre sus eslabones, se dejaba hacer, contemplando sus alhajas, pensando, quizás en un pasado que solo brillaba en el oro de sus pulseras.

Una fría noche de febrero, muchos vecinos se despertaron de madrugada con el destello de las luces de policía en la nieve. En la funesta sábana, se reflejaban miles de colores, vestigios de una navidad pasada. Nadie conocía el nombre de la persona que yacía bajo ella, ni a quien pertenecía la trémula mano que se precipitaba fuera del sudario. Muchos reconocieron las palpitantes pulseras que repiqueaban en el silencio de la noche. Otras, posiblemente, se alegraron al verlas. La dulce Sally murió en un sucio cuarto de baño, víctima de su propia inconsciencia. Los que la vieron, pudieron asegurar que esgrimía una tímida sonrisa. Probablemente ésa que muchos de sus clientes contemplaron en sus agonizantes citas. Nadie la lloró, excepto John, que se sentía el individuo más solo de la ciudad.

(continuará)

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