Hace algunos días, en el trabajo, una compañera nos contaba la vida de su abuelo que, al parecer, tuvo una de esas juventudes aventureras y aguerridas, que se convierten en leyenda dentro de una familia. Durante la Segunda Guerra Mundial, el hombre estaba -nada más ni menos- que en Rusia, luchando, como ella misma dice, contra los comunistas. Y no es que el antepasado fuera ruso; ni siquiera era alemán y tampoco se consideró nazi: fue uno de los muchos españolitos que dejó su país para ir a luchar a una guerra ajena, motivado por los febriles ideales inculcados en un internado de curas.
Muchos años después de aquello, el abuelo contaba a su prole que, en esos tiempos, desconocía la existencia de guetos y campos de concentración. Los judíos, para él, simplemente llevaban un brazalete con la estrella de David impresa y se dedicaban a retirar la nieve de las aceras. Un día, incluso, se encontró en la casa de un alemán mirando anonadado un impoluto uniforme de las SS. Mi compañera dice que, en ese momento, su abuelo se planteó muchas cosas y se sintió una hormiguita dentro de un asunto que le venía bastante grande. Cuando la afortunada secuencia de una ametralladora le salvó la vida y sesgó, en cambio, la del individuo que se encontraba a su lado en la trinchera, el hombre abandonó Rusia con un hombro dañado y una mano que por siempre llevaría en una cierta pose... amanerada.
Es normal eso de que los abuelos les cuenten sus batallitas a las generaciones venideras. Las abuelas, en cambio, se dedican a criarte, quererte y abrazarte. A pesar de todo, siempre he pensado que tener un abuelo es como poseer un buen libro de aventuras, que siempre estará allí, esperando pacientemente, para contarte sus magníficas hazañas en tiempos o lugares remotos.
Todo el mundo tiene cuatro abuelos. Yo nací con tres. Al padre de mi madre no lo conocí. Todos dicen que fue un hombre bueno y cabal. Murió muchos años antes de que yo naciera. Los hombres buenos suelen tener mala suerte. Cuando pienso en él, me acuerdo de su enorme retrato en el salón de la casa de mi abuela: era un hombre de piel morena, con cara de trabajar demasiado y una significativa peca en la frente que le marcaría de por vida. Mi abuelo era carbonero y, según su viuda, era un niño bien. Luego, llegó la crisis del carbón y su fortuna se vino abajo. Sin embargo, todo el mundo le recordaría en esa pequeña casetilla cerca de la Iglesia de los Terceros, tiznado completamente por el mineral y siempre sonriente. Su mayor hazaña es haber formado parte de una cuadrilla de costaleros, de esas valientes, que sacan, en Semana Santa, uno de esos pasos que desafían las leyes de la gravedad. Su mayor error, una borrachera de anís, que le hizo reusar beber, de por vida, otra bebida alcohólica que no fuera una buena cerveza Cruzcampo. Poco le duraría la promesa, ya que mi abuelo murió con 47 años, dejando a una viuda muerta en vida que no lo traicionaría nunca.
Ella es la única, de mis abuelos, que aún vive. Los otros dos, los abuelos por parte de mi padre, murieron cuando yo era muy pequeña. Por entonces, era tan malcriada que, muchas veces, me castigo a mi misma por no haber disfrutado más de su existencia cuando realmente estaban aquí, conmigo. Me disgustaba mucho ir a su casa, a verlos. Era pequeña y me aburría mucho. Recuerdo, que en aquella visitas que me resultaban eternas, me dedicaba a meter el dedito en el pote del azúcar y comer, a escondidas, barquillos de nata.
Mi abuelo arreglaba aviones en la base militar de Tablada. Siempre he pensado que tuvo que ser una profesión bonita y muy gratificante. Aún, mi padre conserva una caja de metal que contiene miles de herramientas que no funcionarían para arreglar un enchufe, pero que servían para tener a un avión de combate a punto. Mi abuelo, tristemente, también es famoso por propinarle más de una paliza a mi padre. Éste, las recuerda incluso con cierto cariño. Por mi parte, siempre me acordaré de él sentado en aquella mesa de camilla, en la que siempre había un vaso de agua. A mi abuelo le dio un ataque al corazón. Estuvo varios días en el hospital pero, finalmente, le dieron el alta. Dicen que fue al baño a vestirse, para salir del hospital, y allí se quedó. Curiosamente, fue en un cuarto de baño donde me enteré que mi abuelo había muerto; mis padres aprovecharon mi oportuna ausencia para comentar la triste noticia.
No sé si mi padre lloró entonces. Sí lo hizo por su madre, que murió al año siguiente. Yo también la hubiera llorado si la hubiera conocido sólo un poco. Según dicen, me parezco mucho a ella, no tanto en el carácter como en el físico. A ella también le encantaba comer, posiblemente pasara hambre durante su infancia. Mi abuela era como una planta de interior; siempre vivió a la sombra de su marido. Cuando éste murió, se llevó con él la sombra donde mi abuela se cobijaba. Y se fue marchitando, en el transcurso de un año, como se marchita una sencilla florecita. Un día, le detectaron un cáncer de estómago. Sí, a ella, que nunca bebió ni comió como a ella le hubiera gustado, ya que, el que lo hacía, de pleno derecho, era su consorte.
Pasó varios meses muy malita, en la última planta de un hospital para enfermos terminales. Fue entonces cuando descubrí el significado de la palabra morfina. Me recuerdo jugando en un bonito jardín lleno de flores. En el centro hay una enorme estatua de un santo. "Es San Juan de Dios", me dice mi madre, "quédate un rato aquí mientras visitamos a la abuela". No recuerdo cuando fue la última vez que la vi, no sé lo que fue la último que me dijo y no puedo recordar si yo le contesté algo gracioso que, quizás la hiciera sonreir.
Un día, mi madre tuvo una especie de premonición. Le tocaba a ella ir a cuidarla aquella funesta noche de marzo. Le pidió a mi padre, que, por favor, fuera el aquella noche al hospital. Y, efectivamente, a las tres de la mañana, sonó el teléfono, anunciándonos la noticia que todos esperábamos. No lo he podido olvidar, al igual que no puedo evitar el escalofrío en mi piel cuando paso por aquel maldito hospital tan hermoso y vivo por fuera, y tan tristemente muerto por dentro.
Estas son mis raíces. Algo de ellos llevo en mi sangre, en mis gestos, en mi comportamiento. De aquella generación, sólo me queda mi abuela. Sin duda, la más importante de todos ellos. No puedo quedarme dormida, hasta que no escucho su respiración tranquila en la habitación de al lado.
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