
Con aquellos poemas, aprendí a bucear en mi interior, a conocerme y a descubrir que, aunque odiara con toda la fuerza de mi universo a aquella capa exterior que me recubría, me sentía agusto siendo yo. Con mis rarezas, con mis depresiones, con mi negatividad y mi mente fugaz y extraña que tan malas pasadas me jugó siempre. En aquellos momentos yo era gris. Totalmente transparente para el género masculino, sin duda. Una chica estúpida dispuesta a perder cualquier reducto de su personalidad por gustar, caer bien, o por llamar, si hubiera podido, un poco la atención.
No mejoró mucho que me fijara, por aquel entonces, en la persona menos conveniente. Todavía me recuerdo, en los jardines de la antigua universidad, mirando el cielo azul del junio más hermoso de toda mi vida. No recuerdo momento más feliz que aquel, ni instantes más maravillosos que aquellos suaves días estivales. Parecía un sueño. Fue sólo un sueño. A partir de entonces, empecé a caer, a mirar, de nuevo, los tristes suelos, a mis pesados pies y a aceptar que, quizás yo no estaba destinada a contemplar aquellos cielos.
Me dormía todas las noches llorando y me calmaba escribiendo desgarradores poemas obcecada en un destino que nunca estuvo para mí. Las personas de mi entorno giraban a mi alrededor -frenéticos- como en esos anuncios de la tele, mientras que yo avanzaba por la vida a cámara lenta mirando al suelo y recordando momentos que no se volverían a repetir. Entonces, apareció la única persona que, hasta entonces, tuvo la capacidad de ver algo a través de ese halo gris que me envolvía. Y fue, en ese momento, cuando comenzó mi historia.